La historia de Colombia está sostenida por la palabra, sustentada en una narración. Desde la conquista española, todo pareció depender de la verdad escritural más que de la realidad pragmática. Lo podemos comprobar en la fundación de Bogotá en 1538. Al altiplano cundiboyacense habían llegado por rutas distintas tres conquistadores en busca de El Dorado: Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y el alemán Nicolás de Federmann. Erigieron doce chozas en medio del caserío de la tribu de los muiscas, pero no como edificaciones concretas sino como símbolos de las doce tribus de Israel, es decir, como ficciones judeocristianas. Para saber quién ganaba el título de fundador, los tres conquistadores debieron regresar a España y definir el litigio en las cortes de Valladolid. Ganó Jiménez de Quesada por sus habilidades retóricas, por ganarse la simpatía de Carlos V al redactar El Antijovio (¿1540?), un tratado político en contra del obispo italiano Paulo Jovio, en cuyo libro, Historias de su tiempo, el italiano criticaba al emperador con fastidio por la influencia que empezó a tener España sobre los destinos políticos de Italia. Jiménez de Quesada contó con el poder de Adán para bautizar el noroeste de Suramérica con el nombre de su provincia natal: Nueva Granada. Más tarde, cuando en 1810 los ejércitos neogranadinos y venezolanos comenzaron a derramarse por media Suramérica a fin de expulsar el Imperio español, el general Francisco de Miranda acudió al nombre de Cristóbal Colón para rebautizar al virreinato: tierra de Colón, vale decir, Colombia. Miranda pretendió integrar a Venezuela y Ecuador, pero ambos países sólo conservaron el tricolor amarillo, azul y rojo de la bandera. La Independencia de Colombia también había estado antecedida en el uso de la imprenta. Al decretar el virrey Flórez en 1780 el primer taller tipográfico de Bogotá, al mando del impresor Antonio Espinosa de los Monteros, nunca imaginó que veinte años después esta máquina precipitaría el fin del imperio español en Nueva Granada. El letrado Antonio Nariño (1760–1823), animador también de una tertulia que era secretamente la primera logia masónica del virreinato, publicó allí una hoja que le habían mandado de Francia en el tomo de la Histoire de l’Assemblée Constituante de Montjoie, nada menos que los Derechos del Hombre (Déclaration des droits de l’Homme). La distribuyó un mediodía de 1794 en las calles bogotanas. El castigo no se hizo esperar: confiscaron su biblioteca y lo desterraron a las mazmorras de Cádiz, donde se encontró con otros inconformes y revolucionarios de América y de la misma España. Todos querían librarse de un pasado mutuo, el de la Contrarreforma y la Inquisición, que los alejaba del resto del mundo.
Por eso la guerra de Independencia se trató más bien de una guerra civil. Sin grandes poblaciones indígenas ni ciudades prehispánicas, casi todo en Nueva Granada y en la capitanía de Venezuela se había hecho a punta de conquistas y migraciones. La diferencia entre españoles y neogranadinos era imprecisa. Sólo que las guerras (lo saben los bíblicos) suelen provocarse más entre pueblos iguales o hermanos que entre pueblos heterogéneos o disímiles. Tanto el pueblo español como el pueblo hispanoamericano pusieron su grito en el cielo cuando Napoleón tomó la corona de España con el auspicio de los propios reyes y de ciertos ilustrados afrancesados. En ningún otro momento, como en 1810, las colonias fueron tan fieles al pueblo español: todas estallaron en revueltas y protestas contra un gobierno ilegítimo e invasor. Pero divisiones políticas internas abrieron un abismo tan hondo que, sin ser necesario que España mandara sus ejércitos de reconquista, ya los criollos neogranadinos se habían enredado en disputas interminables. No sabían si querían la Autonomía o Independencia. Y esta inseguridad en los términos ocasionó a que desde 1810 se batieran tres grupos en Bogotá que en ningún momento estuvieron de acuerdo. 1) El de los realistas inamovibles todavía fieles a Fernando VII; 2) el de los juristas encabezados por Camilo Torres que, estando de acuerdo con la autonomía, deseaban que esta se realizara de manera prudente y que antes hubiera también autonomía para las provincias del virreinato. Y 3) el de los revolucionarios, que irrumpieron con Nariño en el Cabildo de Bogotá para exigir romper de raíz con el pasado y crear el nuevo orden fuerte y centralista. Nunca se pusieron de acuerdo. Ni siquiera cuando Bolívar había sellado la Independencia con la batalla de Boyacá en 1819. Seguían, esta vez, en disputas sofistas sobre qué tipo de gobierno se ajustaba mejor, si el federalismo o el centralismo, si una democracia representativa o constitucional. En adelante, los campos de batalla pasaron también a las columnas de los periódicos. Aterrado por el poder de estos ciudadanos pasivos dedicados a la prensa, Bolívar le confesó al general Santander que ellos arruinarían su empresa independentista. “Esos señores piensan que la voluntad del pueblo es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia el pueblo está en el ejército, porque realmente está y porque ha conquistado este pueblo de mano de los tiranos; porque además es el pueblo que quiere, el pueblo que obra y el pueblo que puede; todo lo demás es gente que vegeta con más o menos malignidad, o con más o menos patriotismo, pero todos sin ningún derecho a ser otra cosa que ciudadanos pasivos. Esta política, que ciertamente no es la de Rousseau, al fin será necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a perder esos señores. Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia. ¿No le parece a usted, mi querido Santander, que esos legisladores, más ignorantes que malos, y más presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir a la anarquía, y después a la tiranía, y siempre a la ruina? Yo lo creo así y estoy cierto de ello. De suerte que si no son los que completan nuestro exterminio, serán los suaves filósofos de la legitimada Colombia”. [“Carta de Bolívar a Santander, del 13 de junio de 1821”, en Cartas de Bolívar, 1799 a 1822, París-Buenos Aires, Editorial Louis-Michaud, 1911]. Esos “suaves filósofos”, como se quejó Bolívar, muchas veces no contaban en la toma de sus decisiones con el indígena ni los curas, como ocurrió en México. Desdeñaron por otra parte a la clase militar y sólo valoraron un tipo de hombre civil –el ciudadano– lejos del campesino y el provinciano. Colombia pareció una invención del romanticismo. Una ilusión de letrados apasionados por las ideales de la Revolución Francesa. De ahí el choque inevitable con Venezuela. De hecho, a partir de esta carta de Bolívar, el célebre historiador colombiano Indalecio Liévano Aguirre (1917-1982) ofrece varios criterios para entender la diferencia entre Colombia y Venezuela. Si la historia suele dividir a los pueblos en sedentarios y nómadas, los primeros viven en los altiplanos y son generalmente son los que albergan el poder central, mientras los segundos viven en las llanuras y los anchos valles y son los que comandan las revoluciones. La herencia del virreinato asentado en la alta sabana de Bogotá predisponía a una excesiva formalidad que impidió el estallido total de la revolución; no lo permitía tampoco el difícil contacto comercial. Caracas, en cambio, estuvo más dada al comercio marítimo. Sólo albergó una capitanía, y el poder colonial no se afirmó lo suficiente. Su clase señorial pronto fue removida en una guerra sin cuartel de los zambos y negros, de los llaneros y mantuanos contra los criollos oligarcas, cuyo deseo independentista parecía una mera excusa ideológica para dominar con mayor poder. Por eso Bolívar advirtió la necesidad de lanzarse a la conquista de esas llanuras y valles, al encauce de esa energía dispersa. Hasta el llanero más paupérrimo y aislado, explica Mariano Picón Salas en Suma de Venezuela (Caracas, Monte Ávila, 1988), se removió con la lucha independentista. Medio pueblo venezolano y colombiano se derramó sobre Suramérica, marchó, porque el desplazamiento era su forma de vida. Llegó hasta las alturas andinas del lago Titicaca y, sobre las ruinas de los incas, fundó Bolivia, anagrama del Libertador. Sucre, otro venezolano, gobernó durante los primeros años. A Ecuador comenzó gobernándolo Juan José Flores, venezolano, nacido en Puerto Cabello. Pero cuando Bolívar quiso asentarse y organizar la Gran Colombia, no tuvo otra opción sino la de gobernar de nuevo desde Bogotá. Los dos pueblos no podían estar unidos políticamente; la prueba está en las formas en que se manifestaron después: en Venezuela gobernó el caudillo; en Colombia, el abogado. El hombre prominente venezolano fue general; el colombiano, doctor. Y la eterna disputa entre Bolívar y Santander, entre Venezuela y Colombia, se sigue repitiendo con Chávez y Uribe. Después de la Independencia, siguiendo a José Luis Romero, Colombia se repartió en ciudades estancadas y en ciudades dinámicas. Las estancadas fueron las ciudades con mucho legado colonial, es decir, Popayán, Tunja, Pamplona y por supuesto la misma Bogotá. Las dinámicas pronto ganaron en economía al dejar prosperar a sus clases medias en clases burguesas. De hecho, la auténtica colonización del territorio se completó con el esfuerzo individual de los nuevos colonos a lo largo de la república. Fueron hombres ya libres, sin ataduras coloniales, los que gestaron en los Andes centrales la gran colonización antioqueña. Si la fundación de Medellín es imprecisa (¿1764?), su industrialización y urbanización, como la erección de Manizales (1848), Pereira (1863) y Armenia (1889), representan creaciones republicanas, demostraciones patentes de la transformación de un territorio despoblado. Incluso a los extranjeros que miran a Colombia, los antioqueños les parecen sui generis. Su colonización parece girar en una órbita aparte. Fueron también pequeñas legiones de colonos los que por iniciativa propia, sin apoyo del gobierno, se aventuraron a explorar los Llanos orientales y las selvas del Amazonas. Fundaron Villavicencio (1842) en el piedemonte entre la cordillera y las llanuras, mientras a Leticia (1867) a orillas del río Amazonas. Lo alarmante es que todavía más de la mitad del territorio colombiano se vislumbra sin humanizar lo suficiente –desconocido, menospreciado, explotado, a merced de los gamos de los que hablara Bolívar–. La aventura de la selva y los Llanos era tan riesgosa y las condiciones de vida tan terribles, que el novelista José Eustasio Rivera concibió La vorágine (1924) como un descenso a los infiernos: un deslizarse del vórtice de la pirámide, de Bogotá, a las pampas solitarias lamidas por infinidad de ríos. Esos campamentos caucheros que Rivera registró con horror parecen repetirse en los campamentos guerrilleros de las FARC. ¿Cómo puede ser Colombia el único país del hemisferio occidental con grupos terroristas y fanáticos?
Sin la vasta herencia cultural indígena de México o de Perú, tampoco con el afrancesamiento y la emigración italiana de Argentina, ni con la apertura marítima de Venezuela o de Chile, ¿qué es Colombia? La construcción de esta nación fue mucho más solitaria que la otra de América –de ahí que Cien años de soledad siga siendo su novela más representativa–. Con todo, a mediados del siglo XX se fundaron varias ciudades en el litoral Caribe, que empezaron a abrirse más al mundo. Barranquilla se levantó en 1857 sobre la desembocadura pantanosa del río Magdalena con el esfuerzo de las emigraciones judías, libanesas y sirias que venían huyendo del imperio turco otomano. Allí se leyó la vanguardia europea antes que en Buenos Aires, como consta en las páginas de la revista Voces (1917) y en los cuentos de José Félix Fuenmayor. Otro comercio empezó a abrirse hacia el lago de Maracaibo, con la siamesa nación de Venezuela, a través de Cúcuta, que –fundada en 1733– se convirtió en el paso fronterizo más dinámico de Suramérica desde mediados del siglo XX. En síntesis, también en Colombia domina el mestizaje. Al puerto de Cartagena de Indias arribaron muchedumbres de africanos que, tras la abolición de la esclavitud, se regaron por la costa Caribe y Pacífica emanando danzas populares expresivas, sensuales: la cumbia, el mapalé, el currulao. Al contacto con el acordeón alemán nació el vallenato, sin duda la música colombiana más vigente en Latinoamérica. Y si tenemos presente que las danzas populares son la expresión primigenia de una cultura, no cabrán dudas sobre la vitalidad de Colombia. En la región andina, se dio un tipo de danza, el pasillo, el bambuco y la guabina, a la inversa de la caribeña: introvertida, un tanto melancólica y nostálgica. Los contrastes a ratos son inexplicables y la pregunta continúa. ¿Qué es Colombia si se pierde en los contornos y en los límites, si se ablanda o se deshace como si el cemento con el cual está construida aún no estuviera cuajado y seco?